Ensayo a ciegas sobre el ensayo sobre la ceguera


Y digo a ciegas porque hace ya algún tiempo que terminé de leerlo, y porque no tengo ahora el libro en mi poder, sino sólo unas mínimas notas que tomé al acabar la lectura. Bueno, y también por la traducción del título de la película Blindness, que así en el idioma anglosajón suena cojonudo y literalmente en román paladín debería ser Ceguera, pero supongo yo que por cuestiones comerciales y publicitarias que no espero ni deseo entender, acabó llamándose A ciegas.
Podría hacerse un trabajo extenso y bien documentado sobre la novela del premio Nobel José Saramago, examinando con lupa la constitución de los personajes, la manera en que se hila el argumento, el estilo... Pero ni yo tengo ganas de hacerlo ni vosotros de leerlo, así que os diré mis impresiones como lector subnormal, quejicoso y quisquilloso.
La novela empieza con la escena de hombre que está esperando a que el semáforo se ponga en verde para arrancar con su vehículo, pero cuando sucede, se queda ciego de repente y lo ve todo blanco. Admito que me enganchó y me impresionó, aunque supongo yo que ya sabía de qué iba el libro, pero en fin, el estilo de este hombre está destinado a enganchar al lector y a hacerle la vida fácil, aunque sea a costa de repetir información hasta la saciedad, hasta parecer irrelevante y pesado. Pero bueno, no adelantemos acontecimientos. La historia podría calificarse de original, si no fuese porque tal palabra también apesta: ¿Qué pasaría si de repente hubiera una epidemia de ceguera? Como un ensayo sobre esta situación se nos presenta el libro, si es que hacemos caso del título.
Un buen amigo mío al que le conté que estaba leyéndolo me dijo: “Se podría haber contado lo mismo con cien páginas menos”. Nos reímos, pero es cierto. Y con doscientas menos también, pero claro, si seguimos así al final nos quedamos sin libro. Dicen los teóricos que el argumento de una historia es aquel que se puede resumir en una frase, y que la trama es la manera en que está dispuesto el argumento en la propia obra, y por tanto irreductible. ¿O era al revés? Bueno, según la escuela de estudiosos y el manual obligatorio para la asignatura será de un modo u otro. El caso es que sí se puede contar el Ensayo sobre la ceguera en una sola línea: La gente se queda ciega. Pero esto nos dice poco. Bueno, ¿y qué pasa cuando la gente se queda ciega? Pues lo mismo que cuando es vidente, que la raza humana empieza a hacer demostraciones portentosas de lo inmoral y lo insolidario por un lado, y por el otro hay destellos de fraternidad y buen gusto.
La película resulta bastante fiel a la novela salvando las enormes distancias que hay siempre entre el lenguaje literario y el cinematográfico, porque al fin y al cabo, el literario no está ligado necesariamente a un sentido, sino más bien al intelecto1, mientras que el lenguaje cinematográfico requiere de la atención de dos sentidos: el oído y la vista. Después de haber leído la novela uno se pone a ver la película y le cuesta creer que pueda verse, hay una especie de paradoja insalvable entre la forma y el contenido, pero el director Fernando Meirelles nos ambienta a base de claroscuros2, y sobre todo gran luminosidad. Luz blanca por doquier, tonos muy grises, todo muy oscuro en otras ocasiones, eché en falta que las escenas de sexo fueran algo más explícitas, aunque no estoy seguro de que en la novela lo fueran3.
En fin, que merece la pena leer la novela, aunque a veces nos desespere el narrador con sus frases y coletillas explicativas redundantes y odiosas. Es de fácil lectura y, lo más importante, crea un universo propio que uno luego reconoce en la película aunque no sea exactamente como lo imaginamos al leerla (esto no es nada nuevo). La película también merece la pena verla, aunque para hablar con un mejor criterio debería haberla visto sin leer el libro, y entonces se me habría jodido la lectura y la imaginación y todo y habría caracterizado a esos personajes sin nombre con la cara de los actores...

1Cuando escribo palabras como ésta me dan ganas de vestirme como un pensador del siglo XVII.
2No sé qué tengo hoy con el barroco, la verdad.
3La imaginación, ya se sabe... En este sentido vale más una palabra que mil imágenes.

TRILOGÍA EN TRES PARTES III

Parte 3 y última.

Llegué a casa a las tres, cambié la hora a las dos y cuando terminé de hacerlo, miré al frente y estaba otra vez fuera.

Por ejemplo.

O llegué a publicar esta mierda a las tres, y ya estaba publicado por mí desde las dos que habían sido las tres una hora antes de estas tres.

O qué más da y qué mierdas nos importa.

O será que el tiempo no existe en las máquinas, ni siquiera en los astros, sino solamente en nosotros, como parte sustancial, en el pulso de nuestra sangre.

O no lo sé, la verdad, no lo sé.

El tiem

po y nosotros

hablando como primates.

TRILOGÍA EN TRES PARTES II

Parte 2. Rendición de la hora


Y en tales circunstancias se me ocurre componer esta aburrida trilogía que se completa con un libro extraño que llegó a mis manos por el azar más absoluto. Un día empezó a llover, y yo salí a la puerta de la calle a comprobar con qué intensidad estaba derramándose el agua sobre nosotros, así que extendí el brazo con la palma de la mano hacia arriba, como Augusto Pérez, y en lugar de lluvia me cayó este libro. Tiene la portada rosa tirando a color carne y no hay título ni nombre del autor, sólo hay impreso una especie de círculo temporal o reloj de sol. La contraportada es completamente blanca, sin nada. Y sólo si uno mira el canto puede conocer el título del libro: Rendición de la hora. Consta de tres partes, y ya no diré nada más sobre él. Es de un artista que se llama Isidoro Valcárcel y si no recuerdo mal, creo que me documenté algo sobre él y descubrí que el libro formaba parte de una obra más extensa del artista, una especie de concentración de ideas y obras que formaban el grueso de una de las etapas de la producción artística de este hombre.
Como yo no tengo mucha idea de la obra de Isidoro Valcárcel Medina, ni del lugar que este libro ocupa dentro de ella, me he limitado a leerlo. Y me sorprendió muy gratamente. Fue una lectura agradable y profunda en muchos momentos, más somera en otros. No me importaba perderme algo si no le prestaba mucha atención porque sabía que cada poco tiempo leía una frase o un pequeño párrafo que me hablaban directamente como hace mucho tiempo que no sentía que me hablaba una frase o un párrafo pequeño. Por ello, debería haber vuelto a leerlo para escribir una reseña como dios manda y publicarla el próximo sábado a las tres o las dos de la madrugada, pero como ya dije antes, estoy leyendo a Vila-Matas y a Proust, y esto ya es demasiado: seguramente no podré volver a leer nada en unos cuantos años. Por ello, en lugar de releer Rendición de la hora y reseñarlo como es debido el sábado a las tres o las dos de la madrugada, voy a hacerle un homenaje como es debido el sábado a las tres o las dos de la madrugada: una lectura de su obra: la tercera parte de esta trilogía.

TRILOGÍA EN TRES PARTES

Parte 1. Exploradores del abismo


Hola a todos. Esta vez vamos a explorar el abismo, porque acabo de empezar a leer Exploradores del abismo de Vila-Matas, porque todo el mundo ahora lee a Vila-Matas y Vila-Matas a la fuerza es un buen escritor, así que habrá que leerlo. Y he leído tan solo dos cuentos por el momento. El primero, de unas diez páginas, que podría servir perfectamente de prólogo, en donde se nos explica algo sobre la sensación de acabar de escribir un libro de cuentos y en donde además se explica la procedencia del título del libro, bastante sugerente a mi gusto, sobre todo puesto encima de la maravillosa ilustración sobre fondo morado de la edición de Anagrama. "Martinique"1, 1 de enero de 1972, foto © André Kertész. Así reza en el propio libro, aunque no sé muy bien si el ilustrador es André Kertész o si el copyright de la foto es del hombre citado y la ilustración de alguien anónimo, o de él mismo, no lo puedo saber, al igual que no entiendo lo de la fecha: ¿es la fecha del dibujo? ¿es la fecha de la foto? ¿es la fecha del copyright de la foto del dibujo? ¿A cuántos millones de abismos cerebrales se encuentra la mano del artista de esta indicación sobre la procedencia de la obra?
Y el segundo, de una sola página, un párrafo, que va de Kafka. Además he empezado a leer también a Proust, porque claro, no he leído nunca a Proust, y a Proust habrá que leerlo. Busqué en la biblioteca el tiempo perdido y me pareció que eran demasiados tomas, que mi estómago podría acabar resentido de un banquete semejante. Así que me conformé con una edición de tres cuentos hecha por Mestral Libros, en la que antologan diferentes producciones textuales de Marcel. Tres relatos criminales se titula el libro y he leído sólo el primero de los tres, que va de un hombre huérfano que recibe la carta de un conocido y luego más tarde lee casualmente en el periódico una noticia en la sección de sucesos en donde se habla de ese conocido suyo autor de la carta, y se dice que mató a su padre o a su madre o a los dos, y nos habla de Áyax y de Edipo...

1Conste que sé que según la normativa de la RAE las comillas adecuadas no serían estas ", sino esas otras que van en pico, y que no están arriba, sino a la alura de una vocal. Comillas francesas, me parece que son. Pero lo cierto es que para poner esas comillas (las correctas, las francesas) con mi ordenador es necesario darle a insertar símbolo especial, o algo parecido, y no es algo tan simple como estas ", que basta con darle a la mayúscula y a la tecla 2. Y cierto es también que había un procedimiento para conseguir que el propio ordenador recordara siempre que las comillas correctas, las francesas, son las que tiene que taquigrafiar cuando le damos a la mayúscula y a la tecla 2. Y conseguí hacerlo una vez, lo juro, y viví un tiempo en un mundo maravilloso y colorido donde cantaban los pájaros y crecían las flores porque mi ordenador sabía, al igual que yo, cuáles eran las comillas correctas, las francesas. Pero un día lo olvidó. Y yo no supe volver a enseñárselo. Ahora, por simple comodidad, y aunque no estoy seguro de seguir haciéndolo en un futuro, utilizaré las comillas incorrectas, las británicas.

Perdón (La literatura nazi en América)


Bien sé que estoy rompiendo las normas, que no publico mensualmente, que hasta el momento sólo he reseñado libros de autores muertos y parece ser que debería seguir así para que nadie pueda responderme ni criticarme por mis pretensiones y mi poca valía. Pues bien: no pienso hacerlo. Hace no mucho que he llegado a la conclusión de que soy un mal lector. Leo poco, mal y sin prestar la atención que quizás debería. Tengo un problema serio con los libros que me gustan: no suelo recordar nada de su contenido. Ni de su estructura. Ni de su estilo. Yo no sé si será el verano o que de verdad tengo que empezar a dedicarme a otra cosa... En fin.
Hace poco he leído La literatura nazi en América de Roberto Bolaño, cuando ya pensaba que ninguna lectura podía aportarme absolutamente nada (así de pretencioso y engreído me siento a veces), y me ha sorprendido gratamente. Algo tendrá Bolaño que siempre es gratificante. Y además, no sé qué manía le tengo yo a los títulos que ponía a sus obras, que nunca me convencen demasiado de primeras. Bueno, voy a intentar que el remanente de mi negatividad literaria veraniega no empape demasiado la crítica que, según mi impulso inicial, habría de ser claramente positiva.
El libro, en forma de manual de historia de la literatura, nos cuenta la biografía de los autores más representativos de la literatura nazi en América, una manera muy inteligente de hacer ficción engatusando las normas del género. Dicho de otra manera, a uno le llama la atención inmediatamente el modo en que se distancia de las reglas propias de este tipo de textos académicos. Empieza con el tono biográfico-reseñístico habitual para desembocar, de vez en cuando con mucho tiento y sentido del humor, en descripciones detalladísimas de escenas concretas de la vida del escritor en cuestión, o en valoraciones subjetivas, en trucos, al fin, mucho más propios del narrador de ficciones que del narrador-historiador biográfico, aunque éste último no pueda escapar tampoco del terreno de la ficción, toda vez que se trata también de un compositor de textos, y por tanto un artesano de la palabra, también llamada mentira.
A ver, perdón. Tengo una maraña del tamaño de una gran ciudad dentro de mi cabeza. Es que últimamente no doy pie con bola, pero bueno, voy a intentarlo de nuevo. Cuando tú empiezas a leer La literatura nazi en América, detectas inmediatamente el tono altisonante y supuestamente objetivo que se merece un título como éste. Pero pronto empiezas a descubrir sendas que se alejan, por las que el escritor chileno ríe a carcajadas mientras juega a desmontarlo todo, como un niño loco que se cansa de jugar al ajedrez como siempre y de pronto las piezas empiezan a pegarse de tiros, y algunas mueren, y al final el héroe se va con la chica después de vivir una escena trágica que parecía que iba a ser el fin. Algunas veces lo hace sin ningún tipo de pudor, de pronto es un narrador habitual, como sucede en ese germen de la novelita que escribió después: Estrella distante (la verdad es que no están nada mal, que más quisiera yo que títulos así para mis tristes obras deficientes).
Perdonadme, de verdad, pero a veces creo que no puedo. Una palabra tras otra, la hoja en blanco, el verano (excusa)... A ver si ahora lo explico bien: es un libro muy divertido, y el epílogo para monstruos, pues eso, para monstruos.

Ignatius Reilly versus Peter Kien


Voy a cometer la desfachatez, en esta solícita ocasión, de importunaros con un corpulento ejercicio de literatura comparada, para hacer justicia al gremio. Y no hablaré sino desde la más profunda ironía todo el rato, cosa que por supuesto no intentaría hacer a propósito jamás, y así es como justifico la inclusión de la palabra versus en el título a pesar de que nunca me ha gustado no sé muy bien por qué.
Me propongo en el presente ejercicio realizar una exhaustiva comparación de elementos formantes de la novela Auto de fe de Elías Canetti y La conjura de los necios, de John Kennedy Toole. Para ello me centraré en la construcción de los personajes y en algunos aspectos fundamentales de la estructura, y comprobaremos cómo las similitudes (que algunas son, aunque no tantas ni mucho menos) no despejan duda alguna sobre el enigma de la literatura. Creo, sinceramente, que a mí me pareció encontrar similitudes porque terminé de leer Auto de fe1 y a continuación leí La conjura de los necios. Si justo al terminar La conjura de los necios me pongo a ver un capítulo de los simpson, seguramente encontraré paralelismos entre el comportamiento de Homer y el de Ignatius J. Reilly2, del que algunos que acababan de leerse El Quijote dijeron que se parecía al del ingenioso hidalgo.
A un lado Auto de fe, novela publicada en mil novecientos treinta y seis, cuando Elías Canetti contaba con la edad de treintaiún años. Y al otro lado La conjura de los necios, escrita a principios de los sesenta (según la contraportada de la edición de Anagrama) y publicada por la madre del autor en mil novecientos ochenta, once años después de que John Kennedy Toole se suicidara créyendose un escritor frustrado.
El personaje protagonista de la primera, el sinólogo Peter Kien, de alguna manera desprecia el contacto con el resto de sus semejantes, y considera que lo único verdaderamente importante en este mundo es su trabajo y sus investigaciones. Su ideal: los libros. Su cruzada: salvar los que la gente va a empeñar en el Theresianum. Repudia el sexo y las mujeres, y tiene un cuaderno (que reza "Estupideces" en la tapa) en el que apunta ejemplos de la estupidez humana. Es un enclenque.
El personaje protagonista de La conjura, Ignatius Reilly, de alguna manera desprecia el contacto con el resto de sus semejantes, y considera que lo único verdaderamente importante en este mundo es la decencia y el buen gusto. Su ideal: la paz. Su cruzada: intenta crear un partido por la paz, compuesto exclusivamente por homosexuales que suplantarán a los militares en el ejército, de tal modo que las batallas no serán sangrientas, sino orgiásticas. También repudia el sexo y las mujeres, y escribe con asiduidad en sus cuadernos "Gran Jefe". Es orondo.
También pueden señalarse algunos otros paralelismos que no nos llevan a ninguna parte, como por ejemplo, el hecho de que en ambas novelas haya una buena parte de la acción que se desarrolla en un prostíbulo: "El Cielo Ideal" en Auto de fe y el "Noche de Alegría" en La conjura de los necios. Podría decirse que esto hace que en las dos se destile un ambiente picaresco que al final impregna toda la trama, o incluso se podría decir que los autores habían leído novelas picarescas (y El Quijote, claro está).
Además, el desenlace en las dos novelas que he leído recientemente (muy seguidas una de la otra) también resulta similar. En la primera, cuando Peter Kien está encerrado y loco, es su hermano el psiquiatra quien viene a rescatarlo, pero sucede de tal manera que éste llega cuando parece que todo está perdido y no hay solución. Pero viene el salvador desde una ciudad lejana y se soluciona todo. El personaje principal parece recobrar la cordura que posiblemente nunca tuvo. En La conjura de los necios, tenemos al final a Ignatius recluido en su habitación, después de que su madre lo haya abandonado, y cuando la ambulancia ya está de camino para llevarlo al manicomio, aparece Myrna Minkoff, que tampoco había aparecido en toda la novela (nada más que por carta), y lo salva.
Todo ello nos indica que seguramente John Kennedy Toole había leído Auto de fe. O no.

1 Después de casi año y medio; nada comparado con los ocho años que se cumplen desde que empecé por segunda vez Guerra y paz.
2 No recuerdo con exactitud si era Ignatius J. Reilly o Ignatius B. Reilly. He intentado buscarlo a lo largo de la novela y, aunque no he encontrado ni una sola vez el nombre escrito con esa inicial, creo que se le nombra de las dos maneras, y sobre todo, creo que da igual.

Imperficciones según Muller


Estoy indignadísimo. Jamás en toda mi corta vida me había topado con alguien lo suficientemente estúpido como para confundirse conmigo. Y no sólo eso, sino que a lo largo de todo el libro (en el que apenas aparezco yo) este Roberto se afana en despistar y escribir mal adrede. ¡Qué desfachatez! ¡Y qué poca consideración con el amable lector! ¿Cómo puede ser posible que el personaje que narra luego no sea él mismo, si encima casi todos los relatos están en primera persona? Porque esa es otra: el libro desprende un tufillo autobiográfico inadmisible. Que dice él que no, que todo es ficción. ¡Imperficción! Eso es lo que es. La verdad es que el título no está del todo mal, aunque la referencia a Borges me parece en extremo punto exagerada y fuera de lugar. Mira que aprovecharse así de las obras literarias de buen linaje...
¿Y de qué va el libro?, le pregunté cuando me encargó esta reseña. ¿Qué diréis que me contestó? ¡Que no lo sabía! ¡El propio autor del libro no sabe de qué trata! Yo creo que no tenía ganas de hablar. Normal. Este libro trata de lo que tratan todos los libros: amor, muerte, metaliteratura, ironía, humor... Porque bueno, lo cierto es que cuando lo leí alguna sonrisa me consiguió arrancar, pero si queréis que os sea sincero, yo creo que le ha salido así sin pretenderlo. Nada, un auténtico disparate y un insulto al lector amantísimo. Fijaros que hay algunos de los relatos que terminan de repente. Es decir, que no terminan, que de pronto deja de contar lo que pasó porque se ha cansado. ¡Será vago!
Y eso sin contar los otros en los que no para de hacer el famoso corta-pega, en un prurito de vanguardismo anacrónico que no responde más que al pecado capital de la pereza. Y encima dice que quiere ahora escribir una novela, ¡pero si es incapaz de hacer un relato de más de cuatro páginas!
Yo, personalmente, he sacado mis conclusiones acerca del modo en que debió componer los textos. Supongo que todos (al menos todos los que nos hemos dedicado a pensar en la creación) alguna vez habéis sentido ese impulso o necesidad de manifestar en un momento dado una idea concreta. Sí, os hablo de esa situación típica en la que uno está a punto de dormirse, pero de pronto lo asalta una magnífica idea, o lo que parece una magnífica idea, y se levanta a toda prisa de la cama. Ese es el punto de partida de todos los relatos, pero lo gracioso de esto es que no hay un punto de llegada. A mí me da la sensación de que cuando se le gastaba esa carrerilla inicial y no sabía cómo continuar un relato, entonces lo mezclaba con otro relato que también estaba sin terminar. O, por ejemplo, llega un punto en el que el mismo autor se da cuenta de que ha liado tanto las cosas que no tiene escapatoria, ¿y sabéis cómo lo soluciona la mayor parte de las veces? ¡Me saca a mí! ¡Solucionado! Muller para todo. Como si fuera yo el remedio para los textos de los malos poetas.
Yo creo que este chaval ni siquiera ha leído a Borges. Ni a tantos otros. Me encarga a mí, que estoy recién llegado a la república de las letras, que le escriba la reseña. ¿Es que no sabe que esto ya lo hizo Unamuno?
En fin. Que no me quejo del todo, que ya sabemos que no se puede ser original. Precisamente de esto mismo estaban hablando el otro día Dorian Grey, Don Quijote y la Maga, pero la verdad es que no me atreví a meterme en su conversación. Como soy nuevo aquí y el autor me pergeñó algo tímido, no tengo muchos amigos todavía en este lugar, pero por la mañana me ha parecido que el Mío Cid me hacía un gesto con la mirada que podría tomarse como un saludo afectuoso. No lo sé.
Todo esto es un disparate.

La ciudad de Díaz Grey o La vida breve de Onetti II



Esta vez, en lugar de copiar tal cual un fragmento del trabajo de clase que hablaba de La vida breve, pienso copiarlo también, pero introduciendo además cualquier tontería que se me ocurra.
En la novela Onetti, o mejor dicho Brausen, inventa la ciudad que será escenario de sus novelas y relatos posteriores: Santa María. Podría hablarse de la creación de un espacio ficticio como lugar posible. Podría decirse que se trata de un acto inaugural. Podríamos perdernos en una intrincada jungla de conceptos incomprensibles para intentar dar cuenta de lo fascinante que resulta el relato metaficticio (o con marco, o como se le quiera llamar) para los aburridos lectores de nuestra época, desandar después de puntillas por cada uno de ellos y regresar al poco rato al estado inicial donde sólo sabemos a ciencia cierta una cosa de los libros y las historias: que son mentira. Pero no lo vamos a hacer. Nos vamos a quedar en la jungla (y una canción famosa vino a la cabeza del narrador-crítico).
Lo que podríamos denominar el principio del fin de la novela empieza sin duda el día en que Brausen ha planeado matar de una vez por todas a la Queca. Como sabemos, en el momento en que llega a su departamento, se encuentra con Raquel, ex amante suya y hermana de Gertrudis (aquella mujer que yacía a su lado en la cama con un pecho amputado). Con Raquel, con el diálogo que mantienen, comienza realmente la carnavalización y la comedia del absurdo in crescendo que va desde aquí hasta el final. Durante la entrevista con Raquel, las reflexiones que va teniendo Brausen no tienen desperdicio alguno; se diría que es Arce, y no Brausen, quien habla con Raquel:

«Si le digo que voy a matar a la Queca sin ningún motivo que me sienta capaz de explicar, me aconsejará dulcemente: “No lo hagas”; y entornará los párpados, se pondrá en comunicación con la fuente de bondad y tolerancia que le hincha el útero».1

Raquel está embarazada y Brausen no puede soportarla. Brausen y Arce comienzan a coexistir al mismo tiempo y en la misma persona. No tiene mucho sentido preguntarse ya si se comporta como Arce o como Brausen. Lo cierto es que al final acaba echando a Raquel de su casa y cuando llega la hora va al piso de al lado, resuelto a matar a la Queca. Entonces se encuentra con que Ernesto ya ha hecho su trabajo y la resolución que toma no es otra que la de ayudar a Ernesto (a quien también pensó matar en su momento) en su fuga. La situación y los personajes se van volviendo, por decirlo de algún modo, más ficticios, más irreales, menos verosímiles. La huida da comienzo después de pasearse por toda la ciudad con la maleta que contiene la ropa de Ernesto. Se propone librarse de esa ropa y comprarle una nueva, pero también le parece necesario buscar a Stein. No puede dejar de resultarnos cómica la situación de Brausen, buscando a Stein entre burdeles, cargado con la maleta de Ernesto, que se quedó durmiendo en la habitación del hotel. Se empiezan a cargar las tintas con lo inverosímil, se empieza a desdibujar la escasa nitidez con la que antes se nos narraba, y la novela se acerca al puro juego, se acerca a Santa María.
Después de esa noche de locos comienza la escapada, también de locos, cuyo destino es precisamente la ciudad de Díaz Grey. Durante la fuga, el propio Ernesto va tomando conciencia de lo que hizo y extrañándose de que Arce le esté ayudando a escapar, cuando reiteradas veces él mismo le había dicho que no quería escapar, que prefería entregarse… El caso es que Arce decide tomar las riendas y se lo lleva a Santa María. Las conversaciones que mantienen durante la huida y cuando ya están en la ciudad de provincia son de un perfecto matrimonio: Ernesto quiere saber por qué le ayudó, pero Brausen no puede darle ninguna explicación que le satisfaga.
La plaza, el ambiente de Santa María, la gente que la habita; todo en ella parece sacado de un sueño, de una ficción. Los movimientos de la gente no están en lo que podríamos considerar el espectro de lo habitual. Dice Ernesto:

«¿Por qué se te ocurrió meterte en esta ciudad? Y estar sentado aquí en el banco, abriendo la boca, como si no hubiera ningún peligro. Cuando todos los pueblos te resultan con demasiada gente y tenés miedo hasta de que te vea un pájaro».2

Brausen parece estar tranquilo en esta ciudad, y eso sorprende a Ernesto, pero Ernesto no sabe que en esta ciudad las reglas son diferentes a las del resto de los lugares por los que han pasado. A Ernesto le preocupa que los sigan, y de hecho, parece haber identificado a un tipo vestido de gris. Al día siguiente, Ernesto baja mientras Brausen se está despertando. El tipo del traje gris parece estar exactamente en la misma posición que el día anterior, sólo que en vez de estar limándose y soplándose en las uñas (¿habrá algún acto que le haga parecer a uno más sospechoso que éste?), ahora esconde un periódico bajo el brazo. Brausen baja a la plaza y el tipo lo reconoce. Entonces Ernesto le pega un puñetazo que lo deja inconsciente. Aquí acaba este penúltimo capítulo. Al lector se le empiezan a plantear dudas de interpretación: ¿quién es este hombre de gris? ¿quiénes eran los que había en el reservado del restaurante donde comieron Ernesto y Brausen? Entonces, el lector, pasa al capítulo final con la esperanza de encontrar respuestas, y ya en la primera frase, aparecen dos nombres nuevos: Pepe y el señor Albano. Ahora la narración es en primera persona, es Díaz Grey el que narra. «Usted» es el nombre con el que el narrador se refiere a la violinista todo el rato. El juego empieza a evidenciarse. Hablan de fugarse. Están en Buenos Aires. Oscar, el inglés, parece haber matado alguien, parece haber ocupado el papel de Ernesto. Se truecan personajes y lugares, aparecen personajes nuevos (René). Buscan disfraces, se quieren fugar. Parece que el marrón que tenían Ernesto y Brausen les ha pasado a ellos: Brausen y Ernesto han pasado al terreno de la ficción, mientras que por el contrario, Díaz Grey y los otros han pasado al espacio de la realidad, Buenos Aires.
La mezcla de realidad y ficción llega a su máxima consecuencia. Las confusiones que el narrador nos hace a propósito no son otra cosa que la declaración del espacio ficticio (no sólo Santa María, sino todo lo que esté en la novela) como un espacio de juego: «quizá todo sea mentira, estemos aún en el hotel junto al río, el Inglés no haya matado a nadie».3
Se trata de la exhibición del juego por sí mismo. Algunos han visto en el final de La vida breve una especie de cerco policial del que Díaz Grey y la violinista escapan debido al comienzo del amor4. Yo, personalmente, considero que cualquier intento de explicación podría resultar inútil, que se trata de un juego de confusiones hecho a propósito como colofón final a una novela en la que uno de los temas fundamentales es precisamente la fusión de las identidades y la confusión entre lo real y lo ficticio.
El final llega cuando llega el amanecer y la última noche de carnaval termina. Los personajes se quedan ahí, en la ficción, «excesivamente escondidos en el carnaval», como comenta Lagos. No pueden volver a cambiarse de ropa, ellos son la ficción, el carnaval termina y con él la novela. El prota se va con la chica. Fin.

1 Juan Carlos Onetti, La vida breve, Barcelona, Edhasa, 2003 (edición que he utilizado yo en concreto, pero podría citarse cualquier otra), pág. 309.
2 Ibídem., pág. 386.
3 Ibídem., pág. 412.
4 «También huyendo de la policía, se disfrazan durante el último día de carnaval. Al amanecer, cercados todos por detectives en una plaza, Díaz Grey y la muchacha se alejan tranquilamente, inmunes tal vez por un vano comienzo de amor». James E. Irby, «Aspectos formales de La vida breve de Juan Carlos Onetti» en las Actas del tercer congreso de la AIH (1968), consultado en http://cvc.cervantes.es//obref/aih/pdf/03/aih_03_1_052.pdf

La vida breve de Onetti

La vida breve es leer una novela, o un cuento, o contar una historia, o vivirla. La vida breve es una unidad de medida inferior a la vida en cuanto al tiempo se refiere, es una simplificación del concepto de «una vida» asimilable al concepto de «una historia», aunque por supuesto no es sólo eso. La vida breve es la necesidad que uno siente de salirse de su historia personal, de algún modo, sea cambiando lugares, personajes, a sí mismo o cogiendo un libro. O directamente, hacer todo eso con la imaginación, con la capacidad que tenemos de prever las posibilidades que la vida ofrece en un punto dado.
Vayamos al ejemplo mínimo, sencillo: un hombre conduce por una autovía y se encuentra a un autoestopista, pero no se detiene a recogerlo. Lo más probable es que este hombre, que va solo en el coche, sea capaz de imaginar e imagine al autoestopista dentro del vehículo. Es más, es bastante probable que imagine alguna historia, algún acontecimiento que podría haber ocurrido, pero que no ocurrirá, porque no recogió al autoestopista. El hombre sigue conduciendo y se representa a sí mismo la comedia del taxista que va mirando por el retrovisor mientras habla con su pasajero, cuando de repente mira hacia delante y tiene encima a un camión al que está a punto de embestir. Afortunadamente, el frenazo logra evitar el choque, pero el automóvil queda parado casi por completo en mitad de una autovía. Inmediatamente, y con el corazón a mil por hora, el hombre vuelve a poner el vehículo en marcha y pronto alcanza la velocidad adecuada. No ha pasado nada, pero el susto ha sido enorme, y cuando el hombre se va recobrando mira por el retrovisor y le dice al autoestopista: «¡Vaya susto!».
La vida breve es en germen esa necesidad y placer que tenemos en representarnos a nosotros mismos y recrearnos constantemente, en proyectar la imaginación sobre la previsión de qué podría ocurrir si pasara esto o lo otro. Es básicamente lo que le sucede a Juan María Brausen, solo que éste, en un momento dado está demasiado harto de imaginar que sucedería si, y en lugar de imaginarlo decide inventarse a sí mismo de nuevo, como el que se inventa un personaje y lo echa a andar, y se inventa a Arce. Con él Brausen se escribe a sí mismo, como personaje de ficción, no en papeles en blanco, sino en el tiempo de su propia vida con sus propios actos, su cuerpo y su pensamiento. Podríamos decir que se trata del proceso exactamente contrario al que sigue, por ejemplo, la escritura de una autobiografía, o la escritura de unas memorias. Supongamos que al escribir una autobiografía estamos intentando trasladar la vida al papel, a la letra escrita, o sea, a la literatura. Se trata de un proceso sencillo mediante el cual pasamos acontecimientos que ya han sucedido por el filtro de la memoria y les damos el formato de palabras, con el consabido riesgo de que la transformación de los acontecimientos en palabras no siempre es del todo fiel.
La ficción es sin duda el mayor riesgo que conlleva el lenguaje. Digamos que la memoria y la palabra, por supuesto, alteran la materia prima del relato, la ficcionalizan. Evidentemente, no importan para estas consideraciones conceptos como realismo, idealismo o psicologismo, ni tampoco cuál estilo o corriente literaria es la que intenta plasmar la vida con mayor o menor fidelidad. Nos quedaremos de momento con la idea de que todo ese proceso del que hablé antes conlleva de manera necesaria la literaturización de la vida, tanto en el sentido etimológico como en el sentido de distorsión o ficcionalización.
Pero la literaturización de la vida podría llevarse a cabo en dos direcciones claramente opuestas. Primero, la descrita anteriormente, que va de la realidad a la ficción: acontecimientos vividos o imaginados en la vida real se traspasan al soporte verbal. Segundo, la que va desde la ficción a la realidad, es decir: acontecimientos imaginados, y por tanto ficticios, se traspasan al soporte físico. Literaturizar la vida en esta segunda dirección, es por ejemplo, creer que hay gigantes donde hay molinos y, después de darse de bruces contra la pared, seguir pensando que eran gigantes. Se trata de la misma transformación, el mismo proceso, pero a la inversa. Se trata de imaginar las posibilidades que te ofrecen el hecho de comportarte de tal o cual manera, conocer a tal persona, estar en tal lugar… Se trata de eso, pero no aplicado al instante, a la decisión cotidiana (caminar por la sombra o por el sol, etc.), sino aplicado a la propia identidad, a la contemplación de la vida propia como una historia. En un momento dado, Brausen no se gusta, no le parece que sea un buen personaje (en el sentido menos moral del término), y se cuestiona su identidad, se reinventa a sí mismo, se imagina una identidad nueva, con una nueva manera de ser y con vivencias de otro tipo. Se la inventa y la realiza, la pone en marcha en su vida real, y se convierte en Arce, pero aún no del todo. La transformación es progresiva. Durante gran parte de la novela, Brausen y Arce conviven, muy significativamente, en departamentos contiguos presumiblemente simétricos.
Podríamos hablar de un cierto quijotismo del personaje que no es locura, sino determinación. La diferencia de Brausen con don Quijote está en que aquel se desdobla temporalmente (en unos momentos es Arce y en otros Brausen), y éste se guarda al Alonso Quijano que lleva dentro, entregándose por completo al personaje que representar. Algo que según parece deberíamos hacer todos para mantener la cordura.
La próxima vez me dejo de frases efectistas al final (como la anterior) y os hablo del carnaval y el juego.