1984


Como una más de las bofetadas del destino, poco después de mi última publicación en este blog, donde me quejaba de esos estudios introductorios insoportables como ese hombre que va al cine de segundas y no puede evitar hacerte saber lo que sucede en la pantalla y lo que vendrá después; como digo, a los pocos días después de quejarme adquirí un librito que ya es para mí una joya, una antología de cuentos de Chejov, y que tiene, antes de la introducción, una introducción general que viene a decirnos algo así: «...puesto que los placeres de la lectura son inseparables de las sorpresas, secretos y revelaciones que todas las narraciones contienen, aconsejamos fervientemente que el lector disfrute primero del libro antes de pasar a la Introducción». Wordsworth Classics, chapó.
Y en fin, después de estas digresiones sin mayor importancia, permítanme que pase a exponer algunas otras de relevancia aún menor sobre una de las obras maestras del archiconocido George Orwell: 1984.
George Orwell
Como todos sabemos (ahora que lo sé me vanaglorio de incluirme en todos), George Orwell nació en la India a principios del siglo veinte, aunque pronto se mudaría a Inglaterra. Después de aquella mudanza, mucho después, estuvo en Francia, y también en España combatiendo en nuestra queridísima Guerra Civil, donde estuvo hasta que cayó herido. Fue reportero de guerra durante la Segunda Guerra Mundial y en 1948 escribió esta novela que lo hizo famoso mundialmente, y que se vio publicada en junio del 49. George Orwell murió durante el invierno siguiente a la publicación de este libro. Así que ya lo saben, si piensan escribir una obra maestra de la literatura, mejor espérense al lecho de muerte, o a la llegada inminente del mismo, ya que según parece no está permitido seguir vivo después de que uno se siente a escribir el logro más grande de toda su obra.
Portada de la primera
edición inglesa (1949)
Hay cientos de preguntas que me vienen a la cabeza al pensar en este libro, y posiblemente miles de respuestas con sus correspondientes millones de negligencias. Pero trataré de contestar solo a una: ¿por qué 1984 es un buen libro? Vale, pues 1984 es una novela estupenda porque recrea con absoluta maestría un universo único, autónomo e independiente. Digamos independiente puesto que no se trata de una obra mimética, sino distópica. Aunque merece la pena hacer alguna concesión a la realidad que Orwell vivió y contempló con asombro: grandes potencias totalitarias en guerra Mundial, fascismo, Hitler, Stalin, incipiente Guerra Fría. Parece, cuando se lee el libro, que uno estuviera viendo una película de nazis, o por lo menos una película ambientada en alguno de los numerosísimos regímenes totalitarios de la época, o peor aún: uno de los regímenes totalitarios de la época elevado a la enésima potencia, evolucionado hasta sus últimas consecuencias con ideólogos y gobernantes conscientes de los fallos de antaño y conocedores por tanto de la fórmula perfecta para erradicar la dinámica del materialismo histórico y poder mantenerse de forma perpetua en el poder. Porque el progreso tecnológico e ideológico lo ha permitido, y ahora son capaces de controlar hasta el más mínimo aspecto de la vida de las personas, gracias a esas fabulosas pantallas que hay por todos sitios y que les permiten vigilar en todo momento a la vez que adoctrinan sin compasión, o gracias a esa nueva lengua que están implantando lentamente, de la cual se han eliminado las palabras que no interesan, o mejor dicho, se han eliminado los sentidos y los significados que no interesan, tratando de reducir siempre al mínimo la expresión verbal. Y lo más inquietante de todo: nadie sabie quién son ellos, porque no existe un ellos, lo que existe es un nosotros, porque todo el mundo forma parte de ello y nadie piensa en la disidencia más que como un chivo expiatorio, o mejor dicho, nadie piensa en nada porque se les ha enseñado y obligado inconscientemente a reprimir prácticamente todo pensamiento, porque el mismo hecho de pensar ya es un crimen y cualquiera, incluso tus propios niños, te puede denunciar.
Y en medio de todo eso tenemos a un héroe amedrentado, consciente de que algo va mal, empleado del Partido a cargo de cambiar noticias del pasado según las conveniencias del presente, para que no haya rastro alguno de otra verdad más que la del Partido. Este héroe se llama Winston y es una persona más o menos normal, con la que cualquiera podría sentir cierta empatía: tiene alguna que otra ensoñación revolucionaria e inclinaciones hacia lo que podríamos denominar sentimientos humanos. Es a través de su historia como el autor nos muestra esa distopía, ese futuro distante y probable, como una especie de advertencia a las generaciones venideras contra algunas de las herramientas de control más poderosas pero aparentemente menos importantes: la abolición de la privacidad, la creación del enemigo común nacional y la exaltación de la victoria, la estupidez generalizada y preventiva, el desprestigio del pensamiento individual y crítico...
Quizás por eso sigue y seguirá siendo una novela de actualidad.

¡Te queremos, Gran Hermano!

Futurama y La guía del autoestopista galáctico: claves de la comedia futurista


Hace algún tiempo me compré un par de libros que aún no he terminado de leer (apenas empezado): a) El clásico de George Orwell, 1984; y b) Las olas de Virginia Wolf. Ambos de una editorial de confianza, con estudio introductorio al principio:
a) En la segunda página de la introducción el estudioso reconoce que vale la pena resumir la trama de la propia novela que vamos a leer, y nos la va contando incluyendo pequeños extractos de la misma que trae a colación para dotar de cierta verosimilitud a su propio relato del relato de Orwell.
b) En la primera página de la introducción la estudiosa nos desvela de sopetón que uno de los personajes principales se suicida.
Como si en los minutos previos de un importante partido de fútbol mostraran un resumen con las jugadas más destacadas y los goles del partido que van a televisar a continuación. A más de uno se le quitarían las ganas de verlo.
¿Tienen la culpa de esto Virginia Wolf y George Orwell? Evidentemente no. ¿Tienen la culpa entonces los estudiosos? Tampoco, eso es cierto. Al igual que es cierto que no pretendo desprestigiar el trabajo de los críticos, entre los que me cuento sin pudor; y que aun siendo consciente de la importancia de este tipo de textos para la mejor y más profunda (quizás también, por ello, más limitada) comprensión de la novela por parte del lector, tengo la sensación de que alguien tenía que decirlo: deberían haber hecho un epílogo en vez de una introducción.
Dicho esto, permitidme que os hable hoy de una famosa y celebrada saga de finales de los años setenta y los ochenta, y que yo desconocía completamente hasta hace más bien poco: La guía del autoestopista galáctico.
El primer tomo de esta trilogía de cinco novelitas apareció en 1979 y el último de ellos en 1992. Todas ellas basadas en una serie radiofónica de gran éxito que se empezó a emitir por la BBC en 1978, y que provocó desde sus comienzos histriónicas carcajadas e inteligentes sonrisitas, llevando al oyente o lector a través de un vasto universo de posibilidades remotas y disparatadas pero siempre bien fundadas, hasta lugares tan insólitos y familiares a su vez como el restaurante del fin del universo, o como el propio planeta Tierra en los momentos más primitivos y absurdos de su historia, ofreciendo explicaciones científico-ficticias a las grandes y más importantes cuestiones de la vida, el universo y todo lo demás.
¿Y por qué digo insólito y familiar? Pues, en primer lugar, insólito, por ejemplo, porque la gran respuesta a las preguntas trascendentales de la vida, el universo y todo lo demás es 42. Y, en segundo lugar, familiar, porque no puedo evitar sentir alguna especie de parentesco con la archiconocida serie de televisión Futurama. Y con esto llegamos a la misma estúpida pregunta de siempre que intentamos ejercer una reflexión de literatura comparada: ¿qué fue primero: el huevo o la gallina? Bueno, pues cronológicamente está clarísimo que primero fue la Guía del autoestopista galáctico. Ahora bien, cuánto de esta gallina hubo en el huevo que traía el cigoto de Futurama es una respuesta que ni los mismos guionistas involucrados en la creación de la serie televisiva sabrían responder (aunque seguro que todos ellos conocieron la Guía del autoestopista galáctico siendo, como fue, todo un fenómeno que provocó una adaptación cinematográfica, alguna serie televisiva y trajo diversos productos al mercado, entre los que se cuentan un videojuego y un set de toallas de baño).
Para aliviar mis incertidumbres, o más bien para enturbiarlas un poquito, me he sumergido en blogs, foros y otros sitios de internet para frikis en donde yo, que me consideraba un primerizo en el mundo de la ciencia ficción, no me he sentido en absoluto fuera del tiesto, a pesar de que nunca he podido terminar de ver ni una sola de las películas de la saga Star Wars. Y es que las opiniones, argumentos y contraargumentos generales con los que me he topado se basan en las clásicas analogías entre el número de personajes y sus roles, entre elementos estructurales comunes de ambas tramas, o entre paralelismos de uno y otro universos. Para aquellos que no estén familiarizados con ninguna de los dos, permitidme aclarar brevemente que, en efecto, en ambas hay un protagonista terrícola que al principio se encuentra en el mismo mundo y en la misma época que el lector-espectador, y que de pronto es arrancado de su mundo natural y es llevado a un mundo de fantasía y viajes interespaciales. Fry de Futurama es criogenizado y despertado a la vida un milenio después, mientras Arthur Dent de la Guía del autoestopista galáctico consigue escapar in extremis del planeta Tierra unos segundos antes de su demolición, infiltrado de polizón en la nave de los mismos atacantes, llamados Vogon, cuyo procedimiento de tortura más temido consiste en hacer oír sus propios poemas a las víctimas.
Vogon, según la adaptación cinematográfica
Lrrr, gobernante del planeta Omicrón Persei 8
En ambas historias (podría llamárselas series a las dos) hay también un robot afectado psicológicamente. Todo esto merecería un análisis menos somero, pero por no hacer tedioso el tema recordemos brevemente cómo Bender en los primeros capítulos de Futurama es un personaje depresivo con una intención suicida constante y reincidente. En la Guía del autoestopista galáctico el robot Marvin parece estar siempre bajo el peso inconmensurable del «dolor de pensar» pessoano, dando lugar a un personaje tipo, esencialmente plano y atormentado (además de haber dado lugar al título de la famosa canción de Radiohead «Paranoid Android»). Cierto es que en esto hay un desmarque de Bender, que a lo largo de la serie va cobrando profundidad y dejando de lado los instintos suicida depresivos para quedarse en un sano y brutalmente excesivo hedonismo egoísta.
Pero dejando de lado la robopersonalidad de Marvin y Bender, que podría ser objeto de una disertación independiente, permitidme que vaya concluyendo de una vez.
¿Se copiaron los de Futurama de La guía del autoestopista galáctico? Pues sí, se copiaron en el mejor sentido del término, por simple cuestión de aparición cronológica. Podríamos decir que se dejaron influenciar amablemente por una obra anterior a la suya, como se hace inevitablemente cada vez que alguien se adscribe a un género ya existente, o al menos un género en formación. Se dice que habiendo dos o más obras el género (o subgénero) está conformado con los elementos comunes a todas ellas. Yo enumeraría cuatro en este caso, además de la posibilidad de encontrar unos cuantos más:
  1. El punto de partida del personaje principal (Fry, Arthur Dent) es el propio mundo del lector-espectador, gracias a lo cual tenemos un cómplice, un punto empático en la historia. Dicho de otro modo, el personaje principal es tan novato como nosotros en el universo espacio temporal de la obra. Además, para hacernos sentir inteligentes y ágiles por este nuevo mundo que se despliega ante nosotros, el personaje principal es un poco corto de luces.
  2. Entre el grupo de los personajes principales hay un robot que padece algún tipo de obsesión disparatada, no tanto por extraña como por excesiva, puesto que es siempre el reflejo grotesco de algún rasgo humano.
  3. Se crea un universo completo, parodia y reflejo del nuestro, poblado de seres procedentes de diversos lugares, planetas o galaxias, con las consiguientes diferencias culturales y fenómenos habituales del planeta que hoy día poblamos y conocemos: migraciones, guetos raciales, guerras, conquistas, cultos religiosos, mitologías, discriminaciones, diferencias de clase, y un largo etcétera que proyecta y pone de manifiesto las calamidades (y también los logros) de nuestra era, nuestra sociedad, nuestra especie humana.
  4. Dentro de ese vasto universo creado aparecen escenarios extravagantes, personajes comunes y problemas trascendentales que se solventan de la forma más simple y estúpida: el alienígena agresivo, maloliente, feo y conquistador (Vogon, Lrrr el gobernante de Omicrón Persei 8); el principio y el fin del universo y de la vida en la Tierra; los viajes temporales; las realidades paralelas; los avances científicos...
En fin, se trata de ponerse a tomar nota de todos los elementos comunes que puedan encontrarse, no para plantearse si fue primero el huevo o la gallina en términos de plagio, sino para encontrar las claves de un género poco prestigioso (literariamente hablando) pero bien conocido y valorado por todos: la comedia futurista, o ciencia ficción cómica, o como se le quiera llamar. ¿Con qué fin? Bueno, si alguien quiere aventurarse a escribir una historia de este tipo, podrá encontrar algunos de los ingredientes. Otra cosa muy distinta es cómo cocinarlos.

Compraré un rifle


«Guillermo Fadanelli nació en la Ciudad de México en 1963. Abandonó sus estudios de ingeniería para dedicarse a la escritura. En 1989 fundó la revista Moho que sigue dirigiendo...» La verdad está uno ya tan harto del lenguaje reseñístico de las contraportadas y las críticas que no se me ocurre prácticamente nada más que decir de este libro de cuentos que me encontré en una de las tantas veces que nos mudamos de casa en los últimos tiempos. Me parece casi todo tan vacuo, tan poco novedoso e informativo, que a regañadientes y de reojo miro el disfraz de lector sabihondo, en esta hora marcada por la altisonancia de lo somero, como si el esfuerzo de ponérmelo para dármelas de culto fuera sobrehumano.
Y es que hoy, pensando sobre algo que ya sabía, se me ocurre de repente una tricotomía, o más, sobre los objetivos que uno debe o puede tener en el momento de lanzarse a escribir una novela (que es a mi juicio una de las empresas más disparatadas que alguien puede acometer). Mejor dicho, podríamos decir que hay tres tipos, o más, de literatura que se puede hacer cuando uno piensa en escribir un libro. Primero, un libro que resulte valioso en el mercado literario. Segundo, un libro que vaya a gustar a la gente. Tercero, un libro que por su originalidad se vaya a hacer un hueco en la historia de la literatura. Y con esto se me ocurren varias cosas que será decir lo mismo con otras palabras.
Primero, tenemos entonces la posibilidad de escribir un libro que pueda tener éxito, y proporcionar ventas, fama y dinero. ¿Cómo se escribe un libro de estos? Pues como otros muchos estudiosos, críticos y teóricos han podido abordar el tema antes que yo, y como más o menos es de todos sabido, para descubrir qué es lo que vende hoy en día basta con ver la televisión, la cartelera de un cine o el escaparate de los más vendidos en una librería. Si hacemos esto diacrónicamente descubriremos ciertas notas comunes que están en todas las películas grandilocuentes y libros best seller desde que el mercado es el mercado y el sistema literario está supeditado a él. «Entonces, si eres tan listo podría preguntarme alguien—, ¿por qué no escribes tú un libro de esos y empiezas a vender ejemplares como churros?». No sé si por aburrimiento o por incapacidad, diría yo entonces. Porque incapaz seré solamente hasta el día en que lo haga. Y aún así, puede que tampoco vendiera porque me temo que esto del vender y la fama no dependerá solo de si la historia es lo suficientemente mala y simple o fácil de leer o... qué sé yo, inscrita en un género de moda.
Segundo, podemos proponernos que le guste a la gente. Esto puede ir emparejado con que tenga éxito de ventas, pero también puede que no. Decir que le guste a la gente es algo tan insustancial como improbable de que suceda. Y eso hablando de la gente en particular sin acercarme a ningún tipo de lector en particular, porque a veces me da la impresión de que a la gente (incluido yo, de quien saco esta información) le gusta todo, o nada, dependiendo del momento y la buena o mala predisposición. En fin, se podría tratar de hacer un análisis psicológico de cada virtual receptor, mejor aún, un análisis sociológico, para intentar elaborar un texto que pueda gustar a diferentes grupos de gente, con diferentes gustos sobre género, extensión y estilo, así como preferencias en los personajes y otras minucias absurdas que no servirían de nada. Yo creo (no que lo piense, sino que lo creo como acto de fe) que si el lector se parece en algo a mí, podrá entonces disfrutar de ciertas cosas de mis escritos en el modo en que yo lo hice; si no, las disfrutará a su modo y manera durante la recreación que por su parte hace del texto al leerlo. Claro que para que alguien lo lea de algún modo ha tenido que llegar mi texto a sus manos.
Visto que es imposible, entonces, o al menos improbable, llegar a ser un autor conocido, respetado y vendido por la fuerza y lo acertado de tu pluma, pensarás que lo mejor es escribir algo ultranovedoso, que te sorprenda y te haga reír a ti mismo mientras lo escribes, algo que no has visto escrito en ningún otro libro, algo rabiosa y radiantemente nuevo. Pensarás que no escribes para vender ni para gustar a la gente de tu tiempo que nunca te comprendería. Pensarás que escribes para la historia de la literatura, y acaso así sea, pero en realidad estarás escribiendo no para un tipo de lector, sino para un lector solamente: para ti.
Y eso es lo que todos hacemos, más o menos, creo yo, pienso vamos, de manera inevitable: escribir para nosotros mismos, y endemientras echar un vistazo y cuidarse de que a alguien pueda llegar a gustarle alguna vez, en el presente o en el futuro, y que alguno pase un buen rato agradable leyéndonos. Y esto es lo que hizo Fadanelli, me parece, en su libro Compraré un rifle, que me lo encontré cuando me mudé de casa y que consta de diecinueve relatos publicados en Anagrama en el año 2006. Datos que son de mayor o menor irrelevancia, como lo son algunas frases de la cubierta posterior: «El deseo que anima la escritura de Fadanelli, uno de los escritores latinoamericanos más interesantes de su generación, no es tanto construir historias ficticias como dar vida a relatos capaces de descubrir, o al menos imaginar, algunos extraños rostros de la naturaleza humana».
En fin, yo entre unas cosas y otras ya no sabría decir cuál es el deseo que anima la escritura de Guillermo Fadanelli, lo que sí sé decir es lo que me encontré al mudarme de casa: Un puñado de relatos (19) de un escritor mexicano que además de mostrarnos extraños rostros de la naturaleza humana (hay basura, muerte, situaciones con sexo, violento a veces, turbios deseos y obsesiones individuales, etc.), lo que para mí consiguió con excepcional maestría y denuedo fue la creación del vínculo empático con el protagonista de la historia que hace falta para que el lector (yo) me interesara por la misma y necesitara engullir una detrás de otra, ávido e insaciable de la complicidad íntima y secreta que uno puede disfrutar dentro de estos personajes durante las cinco o diez páginas que puede durar el relato.
Algunos de ellos me resultaron menos interesantes. Quizás si yo fuera Fadanelli sería capaz de apreciar sabrosísimos matices en estos últimos. Pero como no soy más que Roberto Guijarro, me tendré que conformar con apreciar detalles de buen gusto que a lo mejor para él pasaron completamente desapercibidos y ni siquiera recuerda haber escrito.

Nada menos que todo un hombre




¿Qué podría resultar lo suficientemente interesante como para hacerme volver a retomar mis nunca periódicas e inmodestas aportaciones al saber global recogido en la red? Más aún, ¿qué podría haber que me hiciera volver a coger la pluma (quien dice coger la pluma dice teclear sobre el mismo artefacto de siempre con un propósito distinto, similar, o el mismo al de siempre: matar tiempo de manera indiscriminada, como el que mata moscas o nervios dentales)? La respuesta es breve, que no simple: Don Miguel de Unamuno.
Mi relación con este hombre de los últimos siglos ha sido siempre más bien problemática, o agónica, como él mismo podría haber dicho, sobre todo desde que descubrí que mis mejores ideas y lo más valioso de mi estilo no eran sino insultos despiadados al concepto de la originalidad. Porque este hombre, don Miguel, con fama de gran conversador, había realizado todas mis novelas, y cuentos, y prólogos, y no sé qué cosas más, cien años antes de que yo los pensara. Quizás en esto influya algo el hecho de haberlo leído yo, quién sabe. No quisiera resultar pretencioso, pero quizás lo mismo le sucedió a este don Miguel cuando leyó a su tocayo Miguel de Cervantes.
Y digo esto sin ligereza ni ánimo de sembrar disputa, sino solamente porque he leído un libro que se llama Tres novelas ejemplares y un prólogo, cuyo «Prólogo» da comienzo así: «¡Tres novelas ejemplares y un prólogo!». Y continúa explicando el por qué del título del libro. Por supuesto nos habla de las novelas ejemplares de Cervantes, y lo cita sin asomo de rubor, párrafos enteros, admitiendo que no podrá hacerlo mejor, como yo tendré que admitir que no podré hacerlo mejor que Unamuno. Porque después siguen unas páginas excepcionales sobre su especial poética del realismo, que se basa no en la reproducción de escenarios y costumbres profusamente descritos, sino en la creación de una realidad íntima y de voluntad que surge de los personajes mismos y las palabras y actos que los definen en toda su extensión e intensión. Cosa que a su vez surge de Miguel de Unamuno, en toda su extensión e intensión que a su vez surge de otra cosa que se podría llegar a denominar corriente o flujo de conciencias, intrasubjetividad... ¿Que entonces Unamuno era panteísta? No, que era moderno porque plantea de algún modo la disolución del sujeto. ¿Que la noción de sujeto podría ser algo temporal, una idea que tenemos todos por el contexto histórico, socio-cultural y por el desarrollo progresivo (siendo optimista) de las artes del momento en que nos ha tocado vivir, de igual modo que durante la época medieval tenían calada la idea del vasallaje y la servidumbre? Pues yo qué sé, ¿acaso no seguimos dogmáticamente convencidos de la necesidad de someterse a la servidumbre mientras sigamos utilizando el dinero de curso legal?
En fin, perdonad por la filosofía, pero es que de verdad, yo no sé qué tiene: es leer a Unamuno y entrarme un impulso irrefrenable de escribir. Quizás tenga algo que ver con lo de la voluntad.
La voluntad. Cada vez que salía Unamuno en los libros de texto y cada vez que lo estudiábamos en el instituto aparecía por todos lados lo de la voluntad, y lo de la agonía. De hecho eran dos palabras que todos aprendíamos y añadíamos a ese gran acervo de oraciones lapidarias y sintéticas con las que se daban por despachadas vida y obra de un autor, características del Romanticismo o contexto histórico de la Edad Media (mil años). Irónico. Sintético.
Irónico era El Quijote, y Madame Bovary, y La desheredada de Galdós, y El curioso impertinente, e incluso Otelo. Podríamos decir, por hacer un paralelismo estúpido que cae al pelo en este tipo de ocasiones, que todos estos son platos que se podrían degustar en el mismo tipo de restaurante, porque todos ellos usan ingredientes similares: amor, celos, ironía, locura, voluntad. En la misma carta encontraríamos estas Tres novelas ejemplares y un prólogo. Y aunque no os voy a hablar con detalle de todas (posiblemente de ninguna de ellas), he de mencionar que todo el libro parece un desfile de personajes volitivos dominando a otros que no lo son, frecuentemente porque se dejan arrastrar de los cabellos por la enfermedad más antigua de todas: el amor. Dicho de otro modo, tenemos personajes con una voluntad fuerte, porque tienen una meta que conseguir y hacen todo lo posible por ello, como Raquel, en Dos madres, que quiere tener un hijo a toda costa1. Y por otro lado, tenemos personajes flojos de voluntad, normalmente cegados por el amor, incapaces de actuar por sí mismos, porque ese enamoramiento o amor se lo impide, como por ejemplo, Don Juan . Y esto es irónico también, porque Don Juan es una especie de donjuán, pero no por voluntad propia, sino porque Raquel, la viuda con la que está enredado, le pide tener un hijo. Y como ella es estéril, pues claro, le pide que se case con otra, que tenga el hijo deseado, y que entonces se lo quite a la esposa y se lo dé a ella. Pobre Don Juan, personaje trágico e inocente, enamorado y loco.
Póster de la película argentina de 1943
Pero me llamó especialmente la atención Alejandro, el protagonista de la tercera: Nada menos que todo un hombre. Ahora que pienso acerca del nombre de este personaje, quizás yo mismo hubiera escogido el mismo para denominar una alegoría de la voluntad: Alejandro, nombre de antiguos hombres magnos gobernantes y emperadores. Y digo alegoría de la voluntad porque así lo es. Alejandro Gómez es un agujero negro, un trolebús, todo se lo lleva por delante y nada puede detenerlo. O consigue lo que él quiere, o lo consigue. Es como esos chistes sobre Chuck Norris que ahora vagamente recuerdo. Él se hizo a sí mismo, parece no tener familia. No se menciona en el texto, pero me atrevería a decir que su madre se quedó preñada porque a él le apetecía nacer. Para que os hagáis una ligera idea de lo que estoy hablando, este tío se mea encima de cualquiera y queda impune, nadie le lleva jamás la contraria. Sucede que se casa con la más guapa del pueblo, y después de esto nunca jamás en su vida siente celos de su bella esposa, ni es demasiado cariñoso porque eso no es de hombres, son novelerías. Así que la mujer empieza a atormentarse porque ella ama profundamente a su marido, pero no sabe con certeza si él la ama a ella. Así que intenta darle celos infructuosamente, porque claro, él es todo un hombre, y los hombres de verdad no necesitan tener celos porque es imposible que su mujer piense ni siquiera en otro hombre. Al fin, ella le confiesa que se ha liado con el conde, pero él no puede aceptarlo, así que convence a su mujer de que está loca porque a él no se le puede faltar de esa manera, y todos le dan la razón, porque no puede ser de otro modo, porque es Alejandro Gómez.
Póster de la versión española de los 70, con un
Paco Rabal radiante que estoy deseando ver
Después su mujer sana, porque él le dice que ya está sana, y entonces escribe una carta al conde de marras invitándolo a venir a casa. Os transcribo la carta para que conozcáis un poco mejor a Alejandro Gómez:
«Como ya sabrá usted, señor conde, mi mujer ha salido del manicomio completamente curada; y como la pobre, en la época triste de su delirio, le ofendió a usted gravemente, aunque sin intención ofensiva, suponiéndole capaz de infamias de que es usted, un perfecto caballero, absolutamente incapaz, le ruego, por mi conducto, que venga pasado mañana, jueves, a acompañarnos a comer, para darle las satisfacciones que a un caballero, como es usted, se le deben. Mi mujer se lo ruega y yo se lo ordeno. Porque si usted no viene ese día a recibir esas satisfacciones y explicaciones, sufrirá las consecuencias de ello. Y usted sabe bien de lo que es capaz,
ALEJANDRO GÓMEZ»
En la siguiente escena vemos al conde comiendo con ellos dos en uno de los momentos seguro más divertidos del libro. Y digo escena porque así es esta novelita (30 páginas), como una especie de obra de teatro, perfectamente peliculable. De hecho, unos pocos años después de publicarla fue escenificada por Julio de Hoyos bajo el título de Todo un hombre, y después, hecha película en Argentina bajo la dirección de Pierre Chenal, en 1943; y posterior versión española con guión de Rafael Gil en 1971, titulada como el libro2.
La novelita ejemplar fue publicada en 1920, pero escrita en 1916, muy probablemente en unas pocas sesiones: dos o tres, diría yo, o directamente del tirón.

1Algo me trae a las mientes Su único hijo de Clarín.
2Sigue sin gustarme ni un título ni el otro.