La literatura coetánea


 Ya desde el momento en que empezare a estudiar la filología, o incluso antes1, estaba ansioso de leer la literatura que se hace ahora, en mi momento contemporáneo, quizás para aprender de mis coétaneos, para copiar de ellos y saber en qué movimiento nos encuadramos ahora a principios del siglo XXI, cuando el Romanticismo y las Vanguardias y no sé cuántas cosas más han pasado. Quizás lo que quería de verdad era ver qué huecos se estaban dejando sin escribir para rellenarlos yo mismo con mis torpes e inmaduros trazos sintácticos, no sé. El caso es que empecé estudiando la literatura medieval, y esto me maravillaba y divertía, pero no dejaba de pensar en el día en que la lección magistral versara sobre Pablo Neruda, por ejemplo, o Gabriel García Márquez, o por lo menos algún autor del siglo XX que hubiera leído ya por gusto antes de estudiarlo. Quizás todo esto había sido provocado por lo que yo sentía una falta en el sistema educativo, o porque simplemente me apetecía ayuntar de alguna manera lo que ellos nos enseñaban y lo que yo aprendía. Fuera como fuese, he de reconocer que he aprendido mucho de la literatura en su contexto histórico y los llamados movimientos artísticos, y luego la negación de los mismos y el cuestionamiento de la propia literatura, el descubrimiento de los binomios históricos y cientos de millones de ideas que engullí como un camión engulle diesel, y que creo firmemente que puedo quemar tantas veces como quiera y desprender energía nueva o de la misma cada vez.
Pero nunca me disiparon la gran duda. Porque después de todo2, y después de conocer nombres de autores reales, vivos y que venden en librerías, después supe de algunos que no lo están, por suerte de primera mano, y los consideré mis hermanos literarios, mis auténticos coetáneos. Y así todo el panorama de la literatura actual para mí se limitaba a lo que yo y mis amigos hacíamos. Y esto me engrandece, a mí y a mis excelentes colegas, pero he de reconocer que aún me quedaba la duda. Hasta hoy.
Porque llegó a mis manos un libro intitulado Antojolía turbia, que es el resultado del «I Certamen Panhispánico de Relato Breve Letra Turbia», y que reúne veinte relatos de autores de todo el mundo hispanohablante, firmados con nombres que no suelen encontrarse en librerías, y que me han sorprendido bastante gratamente. Podría hablaros uno a uno de los cuentos, lo peregrino del asunto en algunos de ellos, la destreza técnica en otros, el despliegue de la trama, el éste párrafo no lo hubiera hecho yo así, etc.; pero por no caer en la injusticia y acabar dando más peso a unos que a otros3, os daré unas pequeñas notas que ahora se me ocurren acerca de lo que leí: finales esperadamente acertados, personajes inocentes que asesinan después de ganarse nuestra empatía, aulas como circos romanos y verdades como puños, sentimientos de nostalgia y tristeza, un cadáver viviente simpático, gente que está medio loca o no, y por supuesto alcohol y asuntos turbios, mágicos e incluso metaliterarios. Cada relato me sorprendió por un lado diferente. Siempre me ha gustado afirmar que las obras literarias de más valía (para mí) son aquellas que al leerlas me provocan una especie de envidia y admiración insanas, y me hacen desear fervientemente haberlas escrito yo. Mucho me temo que desearía haber escrito todos los cuentos de este libro, Antolojolía turbia, que por cierto no sé cómo lo han distribuido (a mí me lo regaló el mismísimo Daniel Fuentes) y no sé si se podrá encontrar en librerías, pero siempre podréis contactar a los letraturbios y preguntarles a través de su web o su blog:
Por lo tanto, ¿qué moviento histórico y universal se está dando ahora y nos encuadra para los estudiosos venideros? No lo sé, pero para hacerles la vida más fácil al componer sus libros de texto, y para dar más fama y algo de renombre a estos autores que me alegraron mañanas, tardes y noches, cada cual a su modo y manera, los cito: «El oficinista» de Nicolás Cruz Valdivieso, «Eppur non si muove» de Daniel Fuentes Casado, «Pucho» de Francisco Milián León, «Anoche fue hace un rato» de Marcelo Artal, «Con el último resuello» de Norman Cruz, «Tequila Boom» de Ernesto Arribas, «El malestar es cómplice» de Víctor Roberto Carrancá, «El Pata» de Isabel Ali, «Calendarios obsesos» de Salma Anjana, «Los culpables» de Juan Ángel Cabaleiro, «Extraños» de Harry Castel, «Esto no está pasando» de Alberto de Frutos Dávalos, «Era noche cerrada» de Galileo, «Todo ha terminado», de Eloy L. Grandal, «Compañera» de Iván Iglesias, «Puerto Franco» de Ana López Aguilar, «Oferta especial» de Luca Marzo, «Un cuento sin palabras: la vida de León Paz» de Federico Pera, «El caso de los mil búfalos» de José A. Ramírez Barrero y «El profesor Toro» de Jesús Ruiz Gutiérrez.
Muchísimas gracias a todos los escritores y a los letraturbios por esta estupenda antojolía de literatura coetánea.

1No olvidaré nunca aquella vez que pasaron por la televisión la película Viento del pueblo, sobre la vida de Miguel Hernández, y al día siguiente trabajando con mi padre nos preguntábamos por qué solamente oíamos hablar de la vida y las gestas de los poetas de antaño, que dónde están los poetas de ahora, por qué no nos llegan noticias de ellos, no los estudiábamos en el instituto, será que ya no los hay... Aunque bueno, andando el tiempo uno ha ido viajando, y conociendo algunos de los mejores.
2Si he de ser sincero con vosotros, diré que toda esta búsqueda paranoide está gravemente infestada de inverosímiles elucubraciones y fantasías en las que yo y mi gente cercana somos los personajes protagonistas, los que salen en las fotos del libro de Historia, y de Literatura y el de Arte. Supongo que esto será la secuela de haber conocido la literatura a través de libros de texto.
3Como por ejemplo, «Eppur non si muove» de Daniel Fuentes Casado, uno de los más excelentes poetas de este siglo, sin duda por su vastísimo dominio del léxico español y su celebérrimo y directo ingenio, segundo premiado del concurso turbio y buen amigo mío, amén de hermano literario.

El Prometeo moderno


Así llamó Mary Shelley a su famosa novela, precedida de la disyuntiva o y el archiconocido apellido del héroe trágico: Frankenstein. Toda la vida, que yo me acuerde, he tenido en la mente alguna imagen de Frankenstein (que sí, que Frankenstein no es el monstruo, que es el científico, pero qué le vamos a hacer si lo he llamado así desde siempre, o al menos, desde que lo tengo ligado en la mente a alguna de esas imágenes de los cientos de películas que se han hecho de él, lo cual me hace preguntarme: ¿No debería haber cerrado ya el paréntesis?). Pero sinceramente, creo que no había leído jamás una palabra acerca del tema. Ya sé que soy un ignorante, pero no puedo evitarlo. Tampoco pretendo lanzar una interpretación puntera en el ámbito de la investigación especializada. Sólo quiero contaros que me lo he leído, el libro de Mary Shelley de 1818: Frankestein, o El Prometeo moderno. Aunque para ser más exactos habría que decir que he leído la tercera edición de 1831, que suele ser la versión de mayor aceptación, porque incluye algunas correcciones y adiciones de la autora, según ella misma explica en su introducción.
Ilustración de la edición de 1831
¿Y de qué va el libro? Pues bien, el libro va de bastantes cosas. Va de Prometeo, efectivamente, que es ése que les robó el fuego a los dioses para dárselo a los hombres, y que por ello y otros desmanes fue castigado a que un águila le comiera las tripas eternamente. Se dice que es símbolo de la soberbia y el ansia de conocimiento más allá de las fronteras establecidas. Y como no podía ser de otra manera el destino trágico, la curiosidad mató al gato.
Y de eso va la novela. Ni monstruo con la cara cosida, ni rayos ni chispa de vida. Ni un solo asesinato, ni de coña una novela de terror. ¡Que no que era broma! Hay asesinatos y un dulce terror que no sabría si definir de filosófico, existencial, trágico o clásico. Aunque bueno, esa es otra. Yo no tengo la menor idea de cómo se clasificaría esta novela. Por lo que uno puede percibir en un rápido baño por el buscador de internet, el género de esta novela debería andar entre las siguientes palabras: gótico, romántico, terror y sobrenatural. Bueno, definitivamente sería romántica, es decir, perteneciente o relativa al romanticismo. Cosa que no viene a cuento.
Porque sí, porque la novela va de uno que es muy listo y estudia y tiene ansia de saber más de la cuenta. Hasta que se hace doctor y pone en práctica un experimento que tenía rondando en mente, y que consistía en recoger pedazos de personas muertas y coserlas entre sí para después dotar al cuerpo resultante de vida mediante artes desconocidas. Tenía el gusanillo de hacer esto. Y no sólo eso, sino que él mismo confiesa que podría haberlo hecho más pequeño, pero que tenía ansia de hacer uno grande, ya que se ponía. Y lo dice clara y explícitamente, que contrario a sus primeras inclinaciones, decidió hacer un «ser de estatura gigante, de unos ocho pies de altura, y proporcionalmente ancho». Ocho pies de estatura son casi dos metros y medio. Y se pasa un montón de tiempo trabajando día y noche para conseguirlo, después de recolectar el material necesario, y al final resulta que, cuando le proporciona la vida y lo ve abrir los ojos, el doctor Frankenstein no puede soportar tanta fealdad y se echa una siesta en la que tiene sueños extraños. Cuando se levanta se va a darse un paseo, se encuentra con un colega de su pueblo que viene a vivir a Ingolstadt (que es donde él estudió y realizó su experimento), y cuando vuelven a su habitación, el monstruo se ha esfumado. ¿Qué pasa después? No saldrá una palabra de estas teclas, tendréis que leerlo.
¿Y cómo lo cuenta la autora? Pues empieza una serie de cartas en las que Robert Walton, capitán de una expedición al polo, le va contando a su hermana los avatares y pensamientos que le acaecen. Hasta que un día tienen una extraña visión sobre el hielo, después de la cual avistan a un hombre maltrecho en un trineo. Lo rescatan del agua helada y lo acomodan en el barco, donde el náufrago del polo le cuenta su historia a Robert Walton. Y él se la cuenta a su hermana, y a nosotros los lectores a la vez, y resulta que claro, al final hasta el propio doctor Frankenstein (que es el hombre rescatado) le ayudó a Walton en la corrección y redacción del texto, sobre todo en los diálogos que él mismo mantuvo con el monstruo de su creación. Porque hay un momento digno de alabar en que el monstruo sale al encuentro de su creador y le cuenta su propia historia, lo cual nos permite empatizar y comprender los sentimientos de la bestia. ¿Y qué quiero decir con esto? Pues probablemente nada.
Me ha gustado bastante.

Modern British Art at Bristol Museum



CRW Nevinson, Dog Tired, 1916
¿Por qué David Bomberg empezó a pintar paisajes después de la Gran Guerra? ¿Dónde está el perro en Dog Tired de Nevinson? Acababa de entrar en la sala de Arte Moderno de la galería del Bristol Museum, después de pasar por la de Arte Victoriano, y las preguntas se agolpaban como un castillo de fuegos artificiales en mi cabeza. Aún no sé si es el clima, la luz o el simple hecho de saber que se trata de un lugar de contemplación; pero lo cierto es que respiré el aura artístico del que tantas veces hemos oído hablar y, probablemente a consecuencia de aguantarlo más tiempo de lo debido en mis pulmones, al final llegué a la intrépida conclusión de que tendría que escribir sobre ello, intentar dar a entender o transmitir esa elevación del espíritu1 que estaba sintiendo.
No es fácil para alguien que viene del siglo XIX asimilar las obras del veinte, lo sé, quizás por eso me empeñé en buscar la forma del perro en el cuadro de Nevinson. Quizás por eso me sorprendió algo que Christopher Wood muriera joven y maldito, a los veintinueve años de edad, adicto al opio y algo paranoico, al arrojarse a la vía del tren. Con tales elucubraciones y no habiendo pasado demasiado tiempo desde que leí la La historia abreviada de la literatura portátil me daban ganas de hacer una selección de artistas malditos y británicos, para más inri, que además estuvieran expuestos en la sala por la que empezaba a pasearme. Pero ponto deseché la idea. Figure Among Buildings de John Armstrong, me propinó un gratificante bofetón surrealista que me devolvió a la consideración puramente estética y no biográfica del arte. No sé si me gustó más el cuadro o el título, la verdad.
Karl Weschke, Leda and the Swan
Poco después, al pasar un muro vuelvo la vista a la derecha y me encuentro con una gigantesca y verdaderamente eréctil versión del mito de Leda y el cisne, ese en el que según parece, Zeus se hizo pasar por un cisne para seducir a la muchacha, como otras tantas veces hiciera pasarse por diversas especies animales con el mismo propósito este dios de exuberante sexualidad. Por lo que he podido indagar, habitualmente el cisne es quien lleva la voz cantante en las diferentes representaciones, abalanzado sobre Leda, incauta y pasiva, que se deja hacer. Así lo podemos ver, por ejemplo, en la versión que hizo el mismísimo Miguel Ángel, de la que sólo se conserva una copia. En cambio, en esta versión el cisne parece un pobre animalito inocente y enjaulado a punto de ser engullido. El autor es Karl Weschke, que vino a Inglaterra como un prisionero de la Segunda Guerra y se quedó para siempre.
William Scott, Still Life with Fish,
Mushrooms, Knife and Lemons
, 1949
Según parece (al menos así rezaba la leyenda al lado del cuadro), William Scott pintaba de memoria para poder abstraer con más facilidad el color y las formas. Y con esto me imagino yo al pintor contemplando el modelo a inmortalizar por unos instantes y después encerrándose en su estudio para recrearlo fielmente a la infidelidad de la memoria. Y me imagino a mí haciéndolo, en el caso de que supiera cómo se agarra un pincel, y lo entiendo a la perfección y no dejo de mirar Still Life with Fish, Mushrooms, Knife and Lemons, y me parece una puta obra de arte, una indagación sobre la mente humana y la percepción, sobre la memoria tal vez, sobre la realidad misma. Y cuando logro despegarme de esta pintura y sobrepaso otro muro igual que el anterior, me encuentro a mano derecha con Black, Grey & Blue, del mismo artista, pero once años posterior, cuando ya está metido de pleno en el abstracto puro y duro, y pienso que esta vez dejó transcurrir demasiado tiempo entre la contemplación del modelo y la ejecución del cuadro2. De primeras no entiendo absolutamente nada, y de segundas tampoco, pero he de reconocer que cuando llevas un rato contemplándolo hay algo que puede hacerte llegar a pensar en un referente real cuya búsqueda, como todos sabemos, a fin de cuentas resulta tan inútil como la búsqueda de la forma del perro en Dog Tired.
William Scott, Black, Grey and Blue, 1960
Y al lado de éste estaba una obra de Christopher Shurrock intitulada Construction Serial No. 22/A/3/66, que consistía en una especie de vitrina rayada de rojo, si no recuerdo mal, con un espejo en el fondo que a su vez estaba repleto de rayas azules o verdes, completamente paralelas o no del todo con respecto a las rayas rojas del cristal delantero, cuyo efecto al mirarla era como el de una de esas imágenes psicodélicas típicas en las que alguna ilusión óptica te proporciona sensaciones como el cambio de color, la profundidad o el movimiento. Desgraciadamente no he podido encontrar ninguna imagen de esta obra en internet, puede que no tomara buena nota del título... En fin, siempre podéis poner "efectos ópticos" en google y seguro que encontráis algo similar.
Por último, me gustaría hablaros aún brevemente de otras dos obras que llamaron mi atención, aunque no tan poderosamente como algunas de las anteriores, porque ya estaba camino de la salida, y el cansancio iba pesando lo suficiente como para que el espíritu no se levantara demasiado del suelo, como lo está haciendo ahora, es lo que tiene un atracón contemplativo, ahora que el aura ya no está, y solamente quedan obras de arte de las que hablar sin decir demasiado.


1Hoy me siento decimonónico, a pesar de que la cosa va del siglo XX. Quizás por esto a veces siento que me faltan las palabras, o que me sobran.
2Chiste fácil que no podía dejar de hacer.

La puerta


A Daniel Fuentes,
por el tamaño de su esperanza


Algunas veces se oye una canción
dentro, muy dentro de ti,
al otro lado de una puerta lejana
cerrada a cal y canto:
puede que sea una canción alegre o nostálgica,
no lo sabes porque no puedes entender la letra.
Quizás dentro hay gente bailando y riendo,
tomando copas, haciendo amigos.
Pero tú no lo sabes
porque estás deseando ser
en otro lugar anterior,
seguramente en otra época del año,
y lo achacas a la luz de la tarde
que hoy se desplegaba ante tus ojos.
«Momento de contemplación,
de comprensión»,
te atreves a llamarlo
sin dudarlo ni un segundo.
Y lo achacas a la luz de la tarde,
como si ese murmullo no naciera de ti mismo,
estúpido orgulloso.
No puedes desear más que lo que no puedes tener,
es así de simple la semántica
y esto sí lo sabes
pero prefieres achacarlo a la luz de la tarde.
Estúpido ignorante,
espabila de una vez.
La puerta está siempre abierta.

La sinagoga de los iconoclastas

Y resulta que voy un día a casa de un buen amigo (el mismo con el que comentaba la jugada del Ensayo sobre la ceguera, que ya un día os hablaré de él porque os lo advierto: es un gran poeta y pronto le van a conceder el premio nobel por lo menos), y estábamos hablando precisamente de La literatura nazi en América[1], o a lo mejor hablábamos de la Historia abreviada de la literatura portátil de Vila-Matas, no lo recuerdo bien porque sin duda se nos mezcló la conservación con el gran J. Rodolfo Wilcock. Y no es que se trate de buscar fechas a ver qué libro fue primero, ni es que tuviéramos la más mínima pretensión de acusar de plagio a nadie (nada más alejado de la realidad); simplemente descubrimos una pequeña relación entre ellos y yo, que soy así de metomentodo y que ya no sé con qué rellenar las entradas del blog, pues me fijé en las fechas de publicación, que ahora mismo además voy a citar de memoria porque no tengo los libros al alcance de la mano, y porque así me desacredito un poco, si es que aún tengo algo de crédito.
Y resulta que yo empecé el periplo por el de Bolaño, el más reciente de todos, publicado, si no recuerdo mal, en 1992. Y a raíz de esta conversación de la que os hablo, o quizás antes, leí la Historia abreviada de la literatura portátil, publicada si no recuerdo mal en el año 1988, y que nos habla de una serie de artistas y escritores de la vanguardia que traman una conspiración que por lo visto hacen llamar “shandy” y que para pertenecer al grupo, entre otros muchos requisitos, es fundamental que la obra del artista en cuestión quepa dentro de un maletín. Lo que sucede es que los nombres con los que juega Vila-Matas son nombres de artistas que existieron realmente[2], como Picabia, Duchamp, O’Keefe, Tzara y otros que no recuerdo. Y por supuesto, las historias que nos cuenta, perfectamente biogáfricas en lo que al género se refiere, son a la vez perfectamente ficticias.
Y resulta que después de esto, y después de esa conversación con mi amigo, o después de otra conservación que tuvimos, le robé prestado su ejemplar del libro de Wilcock, La sinagoga de los iconoclastas, de cuyo autor nunca antes había tenido noticia alguna, y que resulta ser argentino de nacimiento pero desarrolló su obra en Italia.
Y resulta además que publicó este libro en 1972, y la primera versión en castellano vio la luz diez años después, en 1982. Y en esta extraña sinagoga, que no será necesariamente de judíos, sino de fines ilícitos (ver sinagoga en el DRAE), se dan cita personajes variopintos de diferentes épocas y distintas ramas del saber humano: José Valdés y Prom, telépata filipino; Jules Flamart, autor de la novela-diccionario; Aaron Rosenblum, utopista que abogaba por la vuelta al año 1580; Absalon Amet, inventor del Filósofo Universal; André Lebran, inventor de la pentacicleta; algunos científicos metafísicos como Symmes, Teed o Gardner, con sus disparatadas teorías sobre la naturaleza del planeta Tierra y del universo; Alfred William Lawson, que disponía de una universidad propia en la que sólo tenían cabida los estudios de lawsonomía…
Y resulta que, claro, con este libro en la mano no podía dejar de imaginarme a Bolaño partiéndose de la risa al leer la descripción de las puestas en escena del director teatral catalán Llorenç Riber, o la lista de inventos del canario Jesús Pica Planas. ¿Y qué quiero decir con todo esto? Pues nada, que sin ánimo de minusvalorar por supuesto a Bolaño[3], es cierto que hay veces en que consideramos que una persona es un genio (y en verdad lo es), pero no por eso deja de ser precisamente eso: un ser humano como tú y como yo.


[1] Como podéis comprobar, mi vida se compone únicamente de acciones ligadas a los libros de los que hablo en el blog.
[2] Si queréis que os sea sincero, lo cierto es que yo no puedo corroborar este dato, puesto que no conocí a ninguno de ellos personalmente.
[3] Que además no tengo ni la menor idea de si leyó a Wilcock o no.