Portadas de las ediciones que he manejado |
Una vez hecho esto, sería conveniente añadir un elemento perturbador de la cotidianeidad, algo que apunte a lo fantástico, pero que quizás sea solo una quimera ―podría pensar el lector que se trata de alguna especie de ilusión o delirio del protagonista que después tendrá su correspondiente explicación lógica―.
Y la guinda del pastel: conversaciones culturales entre personajes que incluyen temas históricos, musicales y artísticos; otro ingrediente que hace más agradable y nutritiva la lectura para el receptor de nivel cultural medio-alto, ya embelesado solo por el hecho de ir descubriendo llamativos detalles de la cultura japonesa a lo largo del libro.
Con todo esto, y seguramente mucho más1, construye Haruki Murakami un universo único que atrapa al lector, no solo por la intriga o la curiosidad de saber qué vendrá después. Es la estrecha convivencia con sus criaturas la que te mantiene pegado al libro, con un pie en la vida real y con el otro constantemente en el maravilloso fango de ese universo mágico cultureta japonés en el que te gustaría quedarte a vivir si fuera posible (quizás sí lo sea).
Las novelas de las que puedo hablar son La muerte del comendador y Kafka en la orilla, en ese preciso orden. Son pocos los detalles que quiero dar de la trama de ambas, pero sí diré algunos ingredientes más que al menos estas dos tienen en común, como por ejemplo una casa retirada en medio de la naturaleza, la introspección profunda del protagonista hacia niveles cósmicos, y lo que permite que todo se empaste con asombrosa naturalidad y sin pérdidas de verosimilitud: la libertad poética y creativa con la que se maneja el autor.
Murakami añorando el premio Nobel, o acordándose de su gato |
Y aquí es donde esta idea de reminiscencias cervantinas me proporciona el título del presente artículo, porque el universo de Murakami, a pesar de evocar implacablemente la atmósfera de las novelas kafkianas, es un universo abierto en el que tiene cabida cualquier cosa, por inimaginable o absurda que pueda parecer. En cambio, las novelas de Kafka recrean una dimensión de la realidad marcadamente cerrada e impenetrable, angustiosa, opresora, casi asfixiante.
Así, la poética de la libertad que enarboló Cervantes, esa especie de actitud demiúrgica de mi-novela-es-mía-y-hago-con-ella-lo-que-quiero, que además se plantea con toda transparencia y sinceridad; ese mismo principio creativo le hace a Murakami dar el salto, transponer lo kafkiano a otro nivel en el que la incomprensión del mundo no conlleva necesariamente al pesimismo, sino a una ecléctica mezcla de epicureísmo y estoicismo donde la angustia vital se disuelve de manera ecuménica en encuentros sobrenaturales que parecen clamar a voz en grito: ¡Kafka ha muerto!
1Digo seguramente porque son dos los libros que hasta la fecha llevo leídos, y aunque hay rasgos comunes, da la sensación de que el autor japonés no se limita a emplear siempre los mismos trucos; sino que más bien es un artesano de la narración con multiplicidad de recursos que emplea a su antojo con un resultado siempre brillante.