La ciudad de Díaz Grey o La vida breve de Onetti II



Esta vez, en lugar de copiar tal cual un fragmento del trabajo de clase que hablaba de La vida breve, pienso copiarlo también, pero introduciendo además cualquier tontería que se me ocurra.
En la novela Onetti, o mejor dicho Brausen, inventa la ciudad que será escenario de sus novelas y relatos posteriores: Santa María. Podría hablarse de la creación de un espacio ficticio como lugar posible. Podría decirse que se trata de un acto inaugural. Podríamos perdernos en una intrincada jungla de conceptos incomprensibles para intentar dar cuenta de lo fascinante que resulta el relato metaficticio (o con marco, o como se le quiera llamar) para los aburridos lectores de nuestra época, desandar después de puntillas por cada uno de ellos y regresar al poco rato al estado inicial donde sólo sabemos a ciencia cierta una cosa de los libros y las historias: que son mentira. Pero no lo vamos a hacer. Nos vamos a quedar en la jungla (y una canción famosa vino a la cabeza del narrador-crítico).
Lo que podríamos denominar el principio del fin de la novela empieza sin duda el día en que Brausen ha planeado matar de una vez por todas a la Queca. Como sabemos, en el momento en que llega a su departamento, se encuentra con Raquel, ex amante suya y hermana de Gertrudis (aquella mujer que yacía a su lado en la cama con un pecho amputado). Con Raquel, con el diálogo que mantienen, comienza realmente la carnavalización y la comedia del absurdo in crescendo que va desde aquí hasta el final. Durante la entrevista con Raquel, las reflexiones que va teniendo Brausen no tienen desperdicio alguno; se diría que es Arce, y no Brausen, quien habla con Raquel:

«Si le digo que voy a matar a la Queca sin ningún motivo que me sienta capaz de explicar, me aconsejará dulcemente: “No lo hagas”; y entornará los párpados, se pondrá en comunicación con la fuente de bondad y tolerancia que le hincha el útero».1

Raquel está embarazada y Brausen no puede soportarla. Brausen y Arce comienzan a coexistir al mismo tiempo y en la misma persona. No tiene mucho sentido preguntarse ya si se comporta como Arce o como Brausen. Lo cierto es que al final acaba echando a Raquel de su casa y cuando llega la hora va al piso de al lado, resuelto a matar a la Queca. Entonces se encuentra con que Ernesto ya ha hecho su trabajo y la resolución que toma no es otra que la de ayudar a Ernesto (a quien también pensó matar en su momento) en su fuga. La situación y los personajes se van volviendo, por decirlo de algún modo, más ficticios, más irreales, menos verosímiles. La huida da comienzo después de pasearse por toda la ciudad con la maleta que contiene la ropa de Ernesto. Se propone librarse de esa ropa y comprarle una nueva, pero también le parece necesario buscar a Stein. No puede dejar de resultarnos cómica la situación de Brausen, buscando a Stein entre burdeles, cargado con la maleta de Ernesto, que se quedó durmiendo en la habitación del hotel. Se empiezan a cargar las tintas con lo inverosímil, se empieza a desdibujar la escasa nitidez con la que antes se nos narraba, y la novela se acerca al puro juego, se acerca a Santa María.
Después de esa noche de locos comienza la escapada, también de locos, cuyo destino es precisamente la ciudad de Díaz Grey. Durante la fuga, el propio Ernesto va tomando conciencia de lo que hizo y extrañándose de que Arce le esté ayudando a escapar, cuando reiteradas veces él mismo le había dicho que no quería escapar, que prefería entregarse… El caso es que Arce decide tomar las riendas y se lo lleva a Santa María. Las conversaciones que mantienen durante la huida y cuando ya están en la ciudad de provincia son de un perfecto matrimonio: Ernesto quiere saber por qué le ayudó, pero Brausen no puede darle ninguna explicación que le satisfaga.
La plaza, el ambiente de Santa María, la gente que la habita; todo en ella parece sacado de un sueño, de una ficción. Los movimientos de la gente no están en lo que podríamos considerar el espectro de lo habitual. Dice Ernesto:

«¿Por qué se te ocurrió meterte en esta ciudad? Y estar sentado aquí en el banco, abriendo la boca, como si no hubiera ningún peligro. Cuando todos los pueblos te resultan con demasiada gente y tenés miedo hasta de que te vea un pájaro».2

Brausen parece estar tranquilo en esta ciudad, y eso sorprende a Ernesto, pero Ernesto no sabe que en esta ciudad las reglas son diferentes a las del resto de los lugares por los que han pasado. A Ernesto le preocupa que los sigan, y de hecho, parece haber identificado a un tipo vestido de gris. Al día siguiente, Ernesto baja mientras Brausen se está despertando. El tipo del traje gris parece estar exactamente en la misma posición que el día anterior, sólo que en vez de estar limándose y soplándose en las uñas (¿habrá algún acto que le haga parecer a uno más sospechoso que éste?), ahora esconde un periódico bajo el brazo. Brausen baja a la plaza y el tipo lo reconoce. Entonces Ernesto le pega un puñetazo que lo deja inconsciente. Aquí acaba este penúltimo capítulo. Al lector se le empiezan a plantear dudas de interpretación: ¿quién es este hombre de gris? ¿quiénes eran los que había en el reservado del restaurante donde comieron Ernesto y Brausen? Entonces, el lector, pasa al capítulo final con la esperanza de encontrar respuestas, y ya en la primera frase, aparecen dos nombres nuevos: Pepe y el señor Albano. Ahora la narración es en primera persona, es Díaz Grey el que narra. «Usted» es el nombre con el que el narrador se refiere a la violinista todo el rato. El juego empieza a evidenciarse. Hablan de fugarse. Están en Buenos Aires. Oscar, el inglés, parece haber matado alguien, parece haber ocupado el papel de Ernesto. Se truecan personajes y lugares, aparecen personajes nuevos (René). Buscan disfraces, se quieren fugar. Parece que el marrón que tenían Ernesto y Brausen les ha pasado a ellos: Brausen y Ernesto han pasado al terreno de la ficción, mientras que por el contrario, Díaz Grey y los otros han pasado al espacio de la realidad, Buenos Aires.
La mezcla de realidad y ficción llega a su máxima consecuencia. Las confusiones que el narrador nos hace a propósito no son otra cosa que la declaración del espacio ficticio (no sólo Santa María, sino todo lo que esté en la novela) como un espacio de juego: «quizá todo sea mentira, estemos aún en el hotel junto al río, el Inglés no haya matado a nadie».3
Se trata de la exhibición del juego por sí mismo. Algunos han visto en el final de La vida breve una especie de cerco policial del que Díaz Grey y la violinista escapan debido al comienzo del amor4. Yo, personalmente, considero que cualquier intento de explicación podría resultar inútil, que se trata de un juego de confusiones hecho a propósito como colofón final a una novela en la que uno de los temas fundamentales es precisamente la fusión de las identidades y la confusión entre lo real y lo ficticio.
El final llega cuando llega el amanecer y la última noche de carnaval termina. Los personajes se quedan ahí, en la ficción, «excesivamente escondidos en el carnaval», como comenta Lagos. No pueden volver a cambiarse de ropa, ellos son la ficción, el carnaval termina y con él la novela. El prota se va con la chica. Fin.

1 Juan Carlos Onetti, La vida breve, Barcelona, Edhasa, 2003 (edición que he utilizado yo en concreto, pero podría citarse cualquier otra), pág. 309.
2 Ibídem., pág. 386.
3 Ibídem., pág. 412.
4 «También huyendo de la policía, se disfrazan durante el último día de carnaval. Al amanecer, cercados todos por detectives en una plaza, Díaz Grey y la muchacha se alejan tranquilamente, inmunes tal vez por un vano comienzo de amor». James E. Irby, «Aspectos formales de La vida breve de Juan Carlos Onetti» en las Actas del tercer congreso de la AIH (1968), consultado en http://cvc.cervantes.es//obref/aih/pdf/03/aih_03_1_052.pdf

La vida breve de Onetti

La vida breve es leer una novela, o un cuento, o contar una historia, o vivirla. La vida breve es una unidad de medida inferior a la vida en cuanto al tiempo se refiere, es una simplificación del concepto de «una vida» asimilable al concepto de «una historia», aunque por supuesto no es sólo eso. La vida breve es la necesidad que uno siente de salirse de su historia personal, de algún modo, sea cambiando lugares, personajes, a sí mismo o cogiendo un libro. O directamente, hacer todo eso con la imaginación, con la capacidad que tenemos de prever las posibilidades que la vida ofrece en un punto dado.
Vayamos al ejemplo mínimo, sencillo: un hombre conduce por una autovía y se encuentra a un autoestopista, pero no se detiene a recogerlo. Lo más probable es que este hombre, que va solo en el coche, sea capaz de imaginar e imagine al autoestopista dentro del vehículo. Es más, es bastante probable que imagine alguna historia, algún acontecimiento que podría haber ocurrido, pero que no ocurrirá, porque no recogió al autoestopista. El hombre sigue conduciendo y se representa a sí mismo la comedia del taxista que va mirando por el retrovisor mientras habla con su pasajero, cuando de repente mira hacia delante y tiene encima a un camión al que está a punto de embestir. Afortunadamente, el frenazo logra evitar el choque, pero el automóvil queda parado casi por completo en mitad de una autovía. Inmediatamente, y con el corazón a mil por hora, el hombre vuelve a poner el vehículo en marcha y pronto alcanza la velocidad adecuada. No ha pasado nada, pero el susto ha sido enorme, y cuando el hombre se va recobrando mira por el retrovisor y le dice al autoestopista: «¡Vaya susto!».
La vida breve es en germen esa necesidad y placer que tenemos en representarnos a nosotros mismos y recrearnos constantemente, en proyectar la imaginación sobre la previsión de qué podría ocurrir si pasara esto o lo otro. Es básicamente lo que le sucede a Juan María Brausen, solo que éste, en un momento dado está demasiado harto de imaginar que sucedería si, y en lugar de imaginarlo decide inventarse a sí mismo de nuevo, como el que se inventa un personaje y lo echa a andar, y se inventa a Arce. Con él Brausen se escribe a sí mismo, como personaje de ficción, no en papeles en blanco, sino en el tiempo de su propia vida con sus propios actos, su cuerpo y su pensamiento. Podríamos decir que se trata del proceso exactamente contrario al que sigue, por ejemplo, la escritura de una autobiografía, o la escritura de unas memorias. Supongamos que al escribir una autobiografía estamos intentando trasladar la vida al papel, a la letra escrita, o sea, a la literatura. Se trata de un proceso sencillo mediante el cual pasamos acontecimientos que ya han sucedido por el filtro de la memoria y les damos el formato de palabras, con el consabido riesgo de que la transformación de los acontecimientos en palabras no siempre es del todo fiel.
La ficción es sin duda el mayor riesgo que conlleva el lenguaje. Digamos que la memoria y la palabra, por supuesto, alteran la materia prima del relato, la ficcionalizan. Evidentemente, no importan para estas consideraciones conceptos como realismo, idealismo o psicologismo, ni tampoco cuál estilo o corriente literaria es la que intenta plasmar la vida con mayor o menor fidelidad. Nos quedaremos de momento con la idea de que todo ese proceso del que hablé antes conlleva de manera necesaria la literaturización de la vida, tanto en el sentido etimológico como en el sentido de distorsión o ficcionalización.
Pero la literaturización de la vida podría llevarse a cabo en dos direcciones claramente opuestas. Primero, la descrita anteriormente, que va de la realidad a la ficción: acontecimientos vividos o imaginados en la vida real se traspasan al soporte verbal. Segundo, la que va desde la ficción a la realidad, es decir: acontecimientos imaginados, y por tanto ficticios, se traspasan al soporte físico. Literaturizar la vida en esta segunda dirección, es por ejemplo, creer que hay gigantes donde hay molinos y, después de darse de bruces contra la pared, seguir pensando que eran gigantes. Se trata de la misma transformación, el mismo proceso, pero a la inversa. Se trata de imaginar las posibilidades que te ofrecen el hecho de comportarte de tal o cual manera, conocer a tal persona, estar en tal lugar… Se trata de eso, pero no aplicado al instante, a la decisión cotidiana (caminar por la sombra o por el sol, etc.), sino aplicado a la propia identidad, a la contemplación de la vida propia como una historia. En un momento dado, Brausen no se gusta, no le parece que sea un buen personaje (en el sentido menos moral del término), y se cuestiona su identidad, se reinventa a sí mismo, se imagina una identidad nueva, con una nueva manera de ser y con vivencias de otro tipo. Se la inventa y la realiza, la pone en marcha en su vida real, y se convierte en Arce, pero aún no del todo. La transformación es progresiva. Durante gran parte de la novela, Brausen y Arce conviven, muy significativamente, en departamentos contiguos presumiblemente simétricos.
Podríamos hablar de un cierto quijotismo del personaje que no es locura, sino determinación. La diferencia de Brausen con don Quijote está en que aquel se desdobla temporalmente (en unos momentos es Arce y en otros Brausen), y éste se guarda al Alonso Quijano que lleva dentro, entregándose por completo al personaje que representar. Algo que según parece deberíamos hacer todos para mantener la cordura.
La próxima vez me dejo de frases efectistas al final (como la anterior) y os hablo del carnaval y el juego.